Capítulo
Especial I
BOB
Me pongo frente al espejo, observo mi
cara marcada, mis ojos azules, mi pelo negro y mi barba recortada,
apenas visible.
Con la toga puedo disimular muy bien
mis fuertes brazos, mi musculatura, y ocultar el tatuaje que una vez
me hice como símbolo de rebeldía. Esa águila llamada “Libertad”
que me tatué en el hombro derecho nada mas salir de la custodia del
estado.
A veces me pregunto si de verdad fui
elegido para esta labor, o si por el contrario el miedo a perderme en
las profundidades del mal me trajo hasta aquí.
Mis estupideces de juventud siempre
estarán en mi mente, lo que he sido, lo que he hecho, lo que he
conocido... nunca podré olvidarlo, por mucho que Dios se apiade de
mi alma, jamás podré recompensar al mundo por mi pasado.
Cuando niño viví el horror de perder
a mi madre delante de mí, como tuve, pese a tener tan sólo 15 años,
que presionar el gatillo hacía ese desconocido que entró en casa y
me arrebató a mamá e intento matarme a mi. En un último esfuerzo
de lucha de mi madre, le tiró el arma y cayó a mis pies. La ira al
ver a mi madre golpearse contra el mueble y empezar a sangrar se
apoderó de mi, y en ese momento un único pensamiento de venganza se
amoldó en mi corazón.
El desconocido se abalanzó sobre mi y
en un acto reflejo con rapidez, miedo, ira y adrenalina, cogí el
arma y le apunte dándole varias veces en el pecho, hasta que el
chasquido del cargador no expulsaba una sola bala más.
Cayó al suelo con los ojos y boca
abiertos, sangrando mientras su sangre se mezclaba con la de mi
madre. Tiré el arma y fui corriendo hacía ella, arrodillándome en
el suelo intentando que se levantara... Pero jamás se levantó.
El golpe la mató.
Durante meses estuve con psiquiatras,
psicólogos, médicos, que intentaban sacarme del estado de shock que
me había sometido aquello. La policía buscaba a mi padre, el cual
me abandonó a mi y a mi madre cuando tenía 3 años, sin éxito.
Pase a estar bajo la custodia del estado en un centro de menores. Mi
acción fue catalogada como “defensa propia”, y no quedó marcada
como antecedente penal.
Al cumplir los 18 se libraron de mi y
sin saber donde ir me alisté en el ejercito. Pero aquello no era lo
mío, y acabé dejándolo al cabo de los 4 años.
Quizás la ideología de lo que estaba
bien o mal me trajo a donde estoy hoy. Un sacerdote de una reputación
desapercibida que escucha confesiones, ayuda a niños a seguir el
buen camino en los reformatorios y a dar misa los Domingos. No lo sé.
Pero aquí me siento en paz, pese a que mi pasado esté presente y
fresco cada día. Mi fe, a diferencia de muchos otros hermanos, no es
ciega ni radical, creo en el bien y mal, en que todo sucede por algo
y en la humanidad, para bien o mal, de todos los que habitamos la
tierra.
Miro el reloj de mi escritorio que
pasan las 12:30 y me pregunto por que hoy, siendo Domingo, aún no
hay nadie aquí. Con la toga puesta me asomo a la puerta y observo
como toda la calle está deshabitada por completo. Ni niños, ni
adultos, ni los habituales ancianos que pasean con el periódico bajo
el brazo.
Entro nuevamente y me siento en mi mesa
a escuchar la radio.
“Parece que el fuerte golpe de
gripe sigue golpeando la ciudad. El Hospital no da a basto, rogamos a
todos los ciudadanos que no salgan de sus casas, que eviten el
contacto con personas infectadas y que, si es posible, utilicen
alguna máscara o eviten acercarse a los centro de salud a menos que
sea necesario. Os recordamos que esos lugares están saturados y que
si vas sin la enfermedad, corres el riesgo de contraerla. Aún no hay
una vacuna para ella y los pacientes no parecen mejorar ante ningún
tratamiento. ¿Será el comienzo de una fuerte enfermedad como la
peste pulmonar?”
“Vaya, parece grave”. Pienso
mientras me dirijo al altar y guardo todo lo que había preparado
para el día de hoy. No vendrá nadie con las alarmantes noticias de
la radio. Me meto en mi despacho y me pongo a revisar los sermones y
todos mis diarios de confesiones de mis feligreses mas fieles.
Además tengo que prepararme para la
visita de la semana que viene en el centro juvenil.
Es pronto, hace frío y como siempre
madrugo me meto en la cama. Apenas habrá pasado tiempo cuando el
sonido de las sirenas, las luces de éstas y el ruido de la calle
empieza a despertarme por completo. Miro el reloj que está en mi
mesita y veo que apenas han pasado un par de horas desde que me
acosté.
Me visto con lo primero que tengo a
mano, me asomo a la ventana y veo a la gente correr de un lado a
otro, completamente loca y alterada. Dos coches de policía están
parados con las sirenas y luces y más vehículos de la calle han
colisionado con ellos. No hay rastro de agentes, pero veo en el suelo
algunos cuerpos que me hacen encogerme pensando en lo peor. Civiles
muertos, otros tantos huyendo de algo, de ellos, completamente locos
y nadie hace nada por ayudar. Cojo el teléfono y marco el 112, pero
la línea comunica, esa vez y las diez más que lo intento.
Cuando voy a intentarlo otra vez
escucho golpes en mi puerta y voy abrir rápidamente. Frente a mi veo
una joven sangrando con un bebé en los brazos que no deja de llorar,
les pido que pasen y sin perder tiempo intento curarla.
La herida parece infectada y por más
que intento no consigo bajarle la fiebre. El bebé no para de llorar,
tumbado en el suelo sobre una manta. La chica cada vez está peor
pese a mis atenciones, casi parece que pierde la consciencia en más
de una ocasión. Voy hacía el baño en busca de nuevas vendas y al
volver me encuentro una imagen horrible, imposible de creer.
La imagen de una chica comiéndose a su
propio bebé. Ante mi presencia me mira, unos ojos vacíos, oscuros,
y que apenas se parecen a los de la chica que acababa de curar. Corre
hacía mi y de nuevo el sentimiento de cuando tenía 15 años se
apodera de mi y reacciono golpeándola con lo primero que tengo a
mano, el cáliz de Dios.
“El infierno se ha desatado, señor”
pienso mientras la sangre de madre e hijo me tocan los pies.
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